Observo con cierto recelo que desde hace unos años existe una decidida y planeada estrategia por parte de algunos, no sé si obedeciendo a una planificación de interesada y calculada hoja de ruta, por el olivar intensivo y de alta densidad frente al olivar tradicional, sin entrar en disquisiciones sobre sus ventajas e inconvenientes.

Y aunque estas nuevas tipologías de cultivo son minoritarias aún frente al olivar de toda la vida, el de tronco gordo, es el que ahora mismo parece querer dominar el cotarro y partir el bacalao en el negocio del mercado oleícola. Por eso se apela meramente a cuestiones y argumentos puramente económicos e invocando al mercado y al rendimiento puro y duro.

Pese a todo, considero que no todo hay que mirarlo desde criterios economicistas, que por supuesto que hay que tenerlos en cuenta, pero hay más indicadores y parámetros que no se pueden ni se deben soslayar, como los medioambientales; los recursos hídricos; el freno y el ancla que supone ante la despoblación; la sostenibilidad o los culturales, entre otros muchos.

Estamos de acuerdo que el olivar intensivo o el de copa y el superintensivo o de alta densidad es más rentable, mucho más competitivo en cuanto a costes y más productivo y eficiente que el mayoritario olivar tradicional. Pero tengo absolutamente claro que todas estas tipologías pueden cohabitar sin exclusiones siempre y cuando las explotaciones conjuguen en mayor o menor medida el binomio rentabilidad-sostenibilidad de manera diferenciada, adaptándose a las demandas del mercado y de los consumidores, para lo cual hace falta mucha pedagogía para explicar lo que representa cada tipo de cultivo. Por lo tanto, no son ni deberían ser incompatibles.

Por eso, me niego a aceptar que el futuro del olivar tradicional sea o reconversión o desaparición. Hay otras fórmulas para hacer viables las explotaciones tradicionales de amplios marcos de plantación. Entre ellas, la diferenciación desde la calidad y la singularidad, el adelanto de la recolección de la cosecha sin interrupción, darle mucho más valor al producto, ponderar su relevante papel saludable y nutritivo en muchos niveles y ámbitos, así como reorientar de forma clara las ayudas comunitarias a este tipo de cultivo como una especie de discriminación positiva para corregir desigualdades y desequilibrios.  Sin que le tiemblen las piernas a los que deben tomar la decisión de apostar sin titubeos por otros criterios en el reparto de los fondos de la PAC. Porque no es una cuestión baladí. Detrás de este cultivo de olivar tradicional hay decenas de miles de familias que quieren seguir perviviendo del olivar tradicional para continuar generando riqueza y empleo.

No tengo nada en contra de los nuevos tipos de cultivos de olivar. Es legítimo que donde se den las circunstancias y las condiciones se apueste en buena lid por mejorar la rentabilidad de los mismos, pero sin que sea a costa del olivar menos productivo que no puede competir de la misma forma. Es decir, que la reconversión se haga donde sea posible, pero sin sin que sea con calzador o de a la fuerza ahorcan; y por supuesto, que tampoco sea la desaparición del cultivo al quedar excluido por no tener unos mínimos de rentabilidad. Para ello, no hay que intentar condicionar el mercado en detrimento de un olivar tradicional que es más frágil, vulnerable y que es necesario que perviva por su carácter social y por los muchos beneficios que reporta para la naturaleza y para los ciudadanos en decenas de pueblos y ciudades que no quieren ser en el futuro núcleos de población fantasma.

*Asensio López, director de Oleum Xauen

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